Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas,
esas cosas que ya no sirven para nada,
pero no se pueden abandonar: son parte del propio cuerpo,
del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma disparada en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes
de que naciéramos, hasta los muertos que tendríamos que llorar.
Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una cabaña
con las propias manos en el monte impenetrable,
darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria
que ha rechazado su lugar entre los otros
para quedar libre de una deuda
que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces,
si los cuerpos reunidos al principio
quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo, una cuerda
increíblemente firme, imposible de desatar,
¿ cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés,
una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae alivio
a los cultivos casi muertos? Es decir,
¿ cómo ser algo más que un impulso ciego
que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal,
por pura inercia desprendida del pasado, de los terrores
los deseos, las pasiones de la tribu?
A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es cierto,
que se puede construir una familia a partir de cosas ínfimas
que no forman parte de la historia contada
a través de las palabras o del cuerpo de los que amamos.
Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva
la humilde y pura gracia de respirar. Hablo
de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás
parte del drama y por eso mismo no podrían
convertirse en el hueso de tu infelicidad.
Sería tan distinto, claro,
si tu familia fuera el día en que conociste el verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua
en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra mojada
y el contacto del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose
como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo
se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que le espera.
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